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¡Como está el patio!
En poco tiempo Arola, ahora Paco Torreblanca ¿quien será el próximo? Siento pena, dolor, cuando leo noticias como esta, porque son muchos años de trabajo de esfuerzo.
En la edición de este jueves del BOE, sale publicado el Concurso de Acreedores del pastelero por excelencia. Me trae tristes recuerdos.
El cocinero indignado, un servidor,pasó también por eso, en la crisis anterior, allá por los noventa del siglo pasado. Aveces pienso que nunca más trabajaré de cocinero, mi profesión.
Desde que yo recuerde andé entre fogones, en nuestro negocio familiar en el levante español, ya había sido de mi abuela, pasó después a mi madre y fue un servidor, quien animado por unos aires de grandeza vanguardistas, tuvo que echarle el candao unos años después.
De joven, me daba cierta vergüenza decir que era cocinero, eran otros tiempos donde la cocina no estaba tan bien vista y era trabajo de gordos con pelos grasientos, ojeras y olor a fritos y refritos. Aún no iba al instituto que ya ayudaba en el negocio familiar. Eran tiempos, eso sí, donde un cocinero chusquero, ganaba una pasta, donde los camareros eran profesionales y donde uno, si le echaba un par y controlaba un poco el tema, podía vivir de ello. Tiempos donde un profesional podía vivir todo el año de la temporada estival en la costa. Hoy todo es diferente.
A los dieciocho años, ya era el responsable de la cocina (me río yo del adolescente crónico del Masterchef)de una cocina de la que salían en un fin de semana entre trescientos y cuatrocientos arroces, a banda, con costra, arròs en fesols i naps (nuestra especialidad)y servíamos entre mil y mil quinientos comensales, de viernes a domingo.
Un año después y alentado por mi santa madre, me matriculé en una prestigiosa escuela de alta cocina, en el Lac de Rêves, cercano a Beziers. Ahí empecé a descubrir un nuevo mundo, un nuevo mundo que empezaba a emerger donde se empezaba a fraguar una nueva cocina, diferente a esos arroces y frituras de pescado y ensaladas de la huerta, sin frutas exóticas ni vinagretas imposibles, a los que un servidor estaba acostumbrado.
Pasada esa etapa, decidí darle un nuevo aire tanto a la cocina como a nuestro establecimiento. Animado por uno de nuestros mejores clientes, me embarqué en una historia que había empezado siendo un sueño y culminó siendo la pesadilla de mi vida.
La paella en la mesa, pasaría a convertirse en timbales y torres imposibles, que en equilibrio, hacían que la gamba y la cigala, peleasen con la ley de la gravedad y el mejillón aplaudía con sus conchas. El limón, nuestros limones de toda la vida, fueron substituidos por jugos y extractos muy novedosos y exóticos. La vajilla esas vajillas de toda la vida, con ese sonido único a restaurante que hacía al chocar un plato contra otro, también substituida por platos y servicio de formas geométricas en algunos casos, casi imposibles.
Nuestra nueva cocina, crecía y crecía, empezaba a faltar el espacio físico donde acumular tanto diseño y tanta pollada, mientras la cuenta bancaria, menguaba y menguaba, al igual que menguaba nuestra clientela fiel, que venía a nuestro kiosko para comer arroz y no equilibrios. Debo reconocer que no supe actuar a tiempo. Aquella Croquembouche nuestra, en equilibrio, empezaba a tambalearse y le dio el empujoncito definitivo un critico gastronómico que por entonces escribía en un destacado medio y solía descubrir nuevos establecimientos de la nueva cocina vanguardista. Él fue quien acabó de derrumbar mi sueño y mi Croquembouche particular. Un sifón fue el máximo responsable, maldito sifón. En definitiva, nos hundió en la miseria.
La clientela pasó a contarse de miles a cientos y después a decenas. Habíamos sido veintidós personas en el proyecto, el día que la Croquembouche se estampó contra el suelo, eramos tres mirando la catástrofe y mi madre (como fiera protegiendo a su cría)alentándome y dándome sabios consejos. Aquello fue el fin.
A partir de ahí, empezaría mi periplo hasta el día de hoy. He trabajado de cocinero en los lugares más rocambolescos, desde cruceros hasta un puticlub, de esos con lucecitas de colores, donde entre revolcones servían refrigerios y canapeses, eso sí, de diseño, a su distinguida clientela. He visto cerrar en el periplo cientos de establecimientos, he trabajado en las cocinas más lujosas y he dejado mis sudores en los antros más reprochables que nadie haya conocido, incluyendo los tugurios que visita el amigo Chicote.
En fin, este es el curri de Victor, el cocinero indignado.
Ahora hay que ser mediático eso es lo primero, aun que visto lo visto, no sé si eso también sirve para algo.
Para que luego venga un divo cargadito de falsa modestia y te cuente eso de que hay que buscar la felicidad y no el éxito. Por Dios.
Y aquí andamos, buscando la felicidad ya que el éxito ya lo tuve.
Me planteo presentarme al próximo Masterchef, disfrazado de mozalbete a las puertas de la tercera edad y apasionado de la cocina, pero claro, eso tiene sus riesgos, imaginaros por un momento que me mandan a la m en el primer programa (suponiendo que pasase el casting) y que llegase a la final un chavalote, que a modo de inquisición, se las tiene con unas langostas de a 200 euritos la tirada.
Virgencita, déjame como estoy.